Y TÚ, ¿NO LO HARÍAS?
(RELATO)
POR
DAVID S. RODRÍGUEZ
I
Pues, yo si. Además, que tampoco me lo hubiera pensado demasiado. De hecho, si me hubieran
dicho que había que matar a alguien, no hubiera preguntado a quien, ni como, ni donde, ni por qué.
Por suerte no tuve que matar a nadie, eso no quiere decir, necesariamente, que no haya habido
muertes en esta historia. Haberlas ahílas, y muchas.
Vendí mi alma al diablo... Tampoco sé si realmente era el diablo aquel tipo que intercambiaba li-
bros usados por otros igual de usados a las personas que como yo se acercaron aquel sábado a
hacer trueque, con cosas que ya no tenían pensado usar, a la feria anual del trueque; por otra par-
te, algo necesario en el mundo actual y en desuso debido al "usar y tirar" de las cosas de hoy día
fabricadas con la mentalidad propia de quien fabrica preservativos. A mí, sinceramente, el tipo me
pareció encantador desde el primer momento. Claro que, ¿no dicen que el diablo es un experto en
eso para encandilar el alma humana? Sinceramente, me importa un comino. Mi sueño se ha hecho
realidad y eso es lo único que importa. Muchos hubieran pedido ser ricos o famosos (o las dos co-
sas), otros hubieran pedido ser guapos, para así no pedir mujeres que les hubieran abandona-
do por ser feos, si todo en el universo tiene su lógica estúpida; los que ya de por si hubieran sido
guapos, hubieran pedido mujeres (podían ser guapos y luego ser tímidos, por esas cosas extrañas
que tiene la vida). Los más ingenuos se hubieran conformado con un helado de fresa, los más te-
merosos hubieran pedido saber las respuestas a las preguntas que asolan el corazón humano des-
de que somos humanos. En un primer momento se me ocurrió decir que quería la vida eterna, pe-
ro conociéndome como me conozco, seguramente que me hubiera cansado. También pasó por mi
mente, fugazmente, la idea de reservarme un buen lugar en la otra vida; estamos en las mismas,
para que quería yo un lugar en el más allá si ni si quiera sabia si existía ese más allá. Soy de esas
odiosas personas que si no ven algo palpable que analizar no se fía de las cosas. Ya os estaréis
preguntando que carajo habrá pedido este tío entonces. Pues, muy sencillo: escritor. Si, si, como
lo estáis leyendo. Mi sueño siempre fue ser un gran escritor. No uno de estos cualquiera que
saca dos o tres libros y ya esta leído y releído y la gente guarda en estanterías llenas de polvo
o en el rincón menos transitado de la biblioteca. Yo quería ser un Stephen King segunda parte o al-
go así. Tampoco es que Stephen King me guste excesivamente, de hecho creo que es de los peo-
res escritores del mundo, pero si no hubiera sido por él, como el mismo dijo de Richard Matheson,
yo no estaría aquí; no estoy diciendo que sea mi padre, solo que sino hubiera leído nada de él, a
mí no me hubiera dado por comerme el gusanillo ese de la escritura. Pero una cosa es segura,
Stephen King es un incombustible narrador. Que el tío se enrolla como una persiana en sus nove-
las, nadie lo duda, pero como contador de relatos es único. Pero bueno, que no he venido aquí pa-
ra hacer una critica sobre "el rey del terror", sino para hablar sobre la realización de mi sueño.
Pensarlo bien por un momento, ¿qué razón me hubiera movido a mí a pedir otra cosa que no fue-
ra ser escritor? Cuando uno es escritor no necesita ser guapo para ligar con mujeres, a algunas
les pone estar con alguien que escribe, como si nos midiesen el pene según el tamaño de nues-
tras novelas, no sé, pero les pone tela. ¿Y para qué quiero yo riquezas si siendo escritor de éxito
tendré (ya tengo) todo el dinero que pudiera necesitar en tres vidas? Que soy feo, lo reconozco.
Solo tengo que superar el miedo a meterme en un quirófano para solucionar eso. En lo referente a
la fama, bueno, soy escritor, nunca seré tan llamativo como Tom Cruise o Bon Jovi, pero igual, mis
fans se masturbarán pensando en mis historias. No lo digo por escribir relatos porno eróticos, eso
solo lo hacia al principio para pagarme la carrera de periodismo. De vez en cuando escribía algún
relato o guión porno para alguna productora de tercera, nada serio. Para los que os estéis pregun-
tando si el porno tiene guión, si, si lo tiene. Lo de la vida eterna y eso, bueno, me conformaré con
que sean mis obras las que sean inmortales.
Lo que trato de decir es que ser escritor es la opción más inteligente, lo más inteligente compara-
do con las otras que he mencionado, y que quede claro que no estoy insinuando que los escritores
seamos más inteligentes que quienes no lo son, algunos somos estúpidos a más no poder..., pero
semos escritores (el "semos" lo he puesto a posta).
II
Hasta aquella mañana de sábado en la gran plaza, donde aparte de la celebración anual del true-
que también se suelen celebrar muchas otras celebraciones anuales, entre ellas la del día de la
cerveza (y no me acuerdo de más, pero sé que hay otras de menos interés turístico comarcal), yo
era el típico piltrafillas aspirante a escritor que se conformaba con escribir relatos porno para
revistas guarras que no te daban un duro por tu trabajo, que fueran relatos porno no quiere decir
que dejasen de ser literatura igualmente. De vez en cuando escribía cosejas no pornográficas co-
mo, por ejemplo, mi autobiografía en plan cazador de zombies en una Cuenca post-apocalíptica,
guiones para cine y cómic, o incluso algún relato como el que me ocupa en este momento.
En la feria anual del trueque no solo había puestos de libros. Gente como tú y yo iba sin tenderete
ni na´ a cambiar cosas que ya no creían necesitar mas; esa era una de las cosas buenas para mí,
el que podía ir cualquiera, sentarse en cualquier hueco e intercambiar sus cosas por otras, nunca
por dinero, ¿qué clase de feria del trueque sería si se hiciese por dinero? La gente iba a cambiar
los objetos más vario pintos que os podáis imaginar. Objetos que, si acaso, hubieras podido ver
en museos. Vi viejas maquinas de escribir Olivetti y recordé mis tiempos con aquellos enormes y
pesados trastos que tenías casi que martillear con los dedos para que se te marcasen las letras
en el folio, por no hablar de que no podías rectificar alguna frase mal puesta, o que no te gustaba,
del mismo modo que ahora se hace con un simple gesto con el ratón, adiós al Tippex. También vi
un puesto de un matrimonio ya mayor que había llevado objetos antiguos de labrar el campo; no
me refiero a azadas y tal, también había arados de los que se les ponían a los burros antiguamen-
te para labrar o recolectar: hoces, espuertas, una rueda de carreta, rastrillos (la mayoría oxida-
dos) y otros objetos que debían de ser para el mismo fin, pero que yo desconocía el nombre y su
uso. Y por muy inverosímil que pareciera, había gente que estaba interesada en la rueda de la ca-
rreta, estos coleccionistas. Otra señora algo rechoncha gritaba que "todo a cinco euros". No me
acerqué porque de lejos pude ver que lo que ofrecía no me interesaba. Un tío atrapado en los años
setenta, algo que se deducía por su vestimenta hippie y su parecido a un John Lennon aún joven,
cambiaba vinilos por comida, eso era lo que ponía en un cartón junto a él sentado en un muro. Ja-
nis Joplin, Jethro Tull, Beattles, The Who, Saxon, Led Zeppelin, Iggy Pop, David Bowie y otros gru-
pos, preferiblemente de los años setenta, componían su repertorio de unos cincuenta discos. Una
pena que no me gustaran esos grupos. Una pareja joven pareció interesarse por uno de los Ro-
lling.
Seguí mi marcha circular por la plaza hasta que vi el puesto del enterrador. Lo llamo enterrador
porque el tipo le daba un aire al luchador ese de la lucha libre, cuando yo la veía en Telecinco a
mediados de los noventa y en donde salía Hulk Hogan, Estaca Dugan, El último guerrero (mi favo-
rito), el hombre de un millón de dólares y otro que siempre regalaba sus gafas de sol a algún pe-
queño fan de entre el publico asistente; a mí me encantaban aquellos combates tan espectacula-
res, hasta que comprendí, del mismo modo que un niño comprende que no existe Santa Claus,
que todo era puro teatro, asquerosos impostores. En cualquier caso el tipo se parecía al enterra-
dor, que era otro de los actores de la lucha libre de entonces, el tío se caracterizaba por su apa-
riencia aterradora y por que siempre metía a sus "victimas" en bolsas de plástico para cadáveres...
Por lo menos entonces se lo curraban más. En el Pressing de hoy día, todos son John Cena en
distintas versiones. Pues el tío del puesto de libros se parecía a ese, todo vestido de negro, con un
sombrero del lejano Oeste, también negro, y unos guantes de lana grises recortados en los dedos.
Sus ojos estaban inyectados en sangre y era muy pálido, cosa que se podía deber a que no hubi-
era dormido en varios días. Me puse a hojear algunos de los libros que había sobre una improvisa-
da mesa hecha con un largo tablón y dos caballetes. Nada que me interesase a primera vista, has-
ta que en un apartado rincón me aguardaban una pila de cómics. Habría como unos veinte, todos
antiguos y con las esquinas dobladas (no puedo soportar que se doblen las esquinas), aun así,
eso no me impidió echarle el ojo a los tres primeros números de Spawn, el Spiderman número
52, donde muere Stacy (como puede alguien deshacerse de una obra de arte como esa), el núme-
ro siete del Deadman de Neal Adams, solo el número siete, si tenemos en cuenta que la mítica
serie se componía de doce números, a lo mejor era un poco estúpido hacerse con él, pero igual-
mente, lo quería. También había un cómic llamado Ranxerox y otro llamado Tank Girl que me in-
teresaban más por las escenas de violencia que porque supiera realmente que estaba intentando
intercambiar. El enterrador se acercó a mí y me preguntó:
- ¿Te gustan los cómics?
- Me encantan. Aunque me gusta más escribir, la verdad.
- Eso esta muy bien. A la gente ya no le gusta ni lo uno ni lo otro.
- Una pena, pero... Llevo aquí unos libros para cambiar. Puede que te le interese alguno.
- Enséñamelos. - me dijo alargando la mano.
De la mochila que llevaba a la espalda saqué varios libros que no hacían otra cosa que estorbar
en mi casa. Uno era el “Tratado de la tolerancia” de Voltaire, de mis años en los que la filosofía me
quebraba los nervios, una guía de zoológico donde salían imágenes de más de ciento cincuenta
especies de animales acuáticos, terrestres y de aire que compré en una librería de Valencia por
el simple hecho de que el librito me pareció mono, por su tamaño, y económico; por el amor de Di-
os, si en la vida he ido a un zoológico, ni tenia intención de hacerlo cuando me compré ese minili-
bro; una biografía de Charles Darwin, un libro sobre el optimismo, de esos que te regalan como
suplemento al comprar alguna mala revista que lo único que tiene para ofrecer son los suplemen-
tos, y otros tantos libros de versiones abreviadas de clásicos como “Los viajes de Gulliver” y alguno
de Julio Verne, que ni siquiera recordaba de donde los había sacado. Le ofrecí todos ellos al ente-
rrador.
- ¿Qué quieres por todo esto? - dijo mientras los hojeaba distraído.
- Estos. - le dije mostrándole los cómics que ya tenia seleccionados a un lado del resto.
- De acuerdo. - me dijo sin ni siquiera mirar los cómics que le mostraba, como si el tipo no le die-
ra importancia al hecho de que le cambiará el número 52 de Spiderman por una guía de animales
que probablemente te regalasen a la entrada del zoológico.
- Vale. - dije metiéndome los cómics en la mochila.
- ¿Y sobre que sueles escribir, si puedo preguntar? - me dijo dejando los libros a un lado y miran-
dome con una mirada que me dio la sensación de que parecía estar más viva que el resto de él,
era como si dentro de él hubiese escondido otra persona, como si ese disfraz del enterrador solo
fuese una segunda piel, la epidermis de algo oculto.
- Ah, si, claro. Pues sobre todo tipo de cosas: terror, ciencia ficción, erótico... por no decir porno,
histórico, de aventuras... En fin, de todo un poco, menos fantasía.
- Apuesto a que el sueño de tu vida es convertirte en un gran escritor, ¿me equivoco? - dijo mos-
trandome una sonrisa peculiar de actor de cine mudo.
- ... Probablemente... Si, es mi gran sueño, desde luego.
- Bueno, - me alargó la mano para que se la estrechará, cosa que hice. - espero que tengas suer-
te, David. - y al entrechocarnos las manos pude sentir un escalofrío como una descarga de corrien-
te eléctrica que recorrió todo mi cuerpo.
No le dí importancia al hecho de que el enterrador supiera mi nombre. Llevaba cómics como para
entretenerme un buen rato. Con esa infantil ilusión, me alejé de la plaza bajo el frío sol de Noviem-
bre.
III
Hasta aquí todo normal, ¿verdad? Pues fijaos que si. Mi vida transcurrió los días posteriores como
de costumbre. Me levantaba temprano por las mañanas, hacía mi cama, fregaba los cacharros del
día anterior y, si tocaba ir al gimnasio a mantenerse un poco en forma, pues iba, si no, me dirigía a
la ciudad en busca de trabajo. Me pasaba por la oficina de empleo, llevaba algunos curriculums
aquí y allá y me daba largos paseos por el casco antiguo de mi ciudad para tomar algunas fotos.
A veces iba a la biblioteca a ver si habían comprado material nuevo o me pasaba por la tienda de
cómics para ver que cómics no me podía permitir comprar.
Al tercer día fue cuando la cosa empezó a ir... ¿cómo decirlo?... ¿mal?, no para mí, desde luego.
En verdad empezó a ir del rollo, pero... En uno de mis paseos cotidianos por la ciudad me encon-
tré con una de las escenas más escabrosas y terribles que os podáis imaginar, y no sería la única.
Caminaba por la arteria principal que lleva al corazón de la ciudad cuando, de improviso, un car-
nicero salió de una carnicería con un hachuelo de esos de desmenuzar pollos en su mano dere-
cha. Con solo mirarlo a los ojos se podía saber que el tío estaba completamente ido. Lo tenía justo
delante de mi, a unos diez metros. Y cuando lo vi levantar el hachuelo y descargarlo en un hombre
que iba delante de mi agarrado al brazo de su mujer, se me encogieron los huevos. Me quedé pa-
ralizado como en el juego del escondite ingles. El carnicero era lo suficientemente fuerte como pa-
ra hacer lo que hizo: cortar el brazo del hombre. El brazo se quedó como adherido de la manga
del brazo izquierdo de su mujer. Ésta, al mirar el brazo como si fuera otro bolso suyo y verle el
extremo opuesto chorreando sangre, se desmayo cayendo al suelo con un golpe seco, como si le
hubieran disparado entre ceja y ceja. El hombre ni siquiera se dio cuenta de que le habían corta-
do el brazo hasta que al carnicero, que fue cuando empezó a decir: "Puta, puta, mas que puta", le
dio por meter, tajo tras tajo, en el cuello del tipo como si creyese que era el tronco de un árbol o
el cuello de un pollo en vez del de una persona, con la misma y simple naturalidad. La sangre del
hombre empezó a fundirse con la del delantal del carnicero. Y antes de que al pobre hombre que
estaba siendo decapitado de una manera espantosa, le diera tiempo a rezar sus últimas oracio-
nes, la cabeza ya le estaba rodando por la carretera. Entonces fue cuando a la gente le dio por gri-
tar, lo mismo llevaban ya vario rato gritando y yo ni me había enterado debido a mi shock. Por eso,
cuando el carnicero se fijó en mí, yo no hice un misero amago de apartarme de su camino. Lo veía
venir igual que uno ve un coche que se aproxima mientras nos esmeramos en cruzar un semáforo
que tenemos en rojo. Pero no pude reaccionar, por no poder, no pude ni cerrar los ojos mien-
tras el carnicero se me abalanzaba con el hachuelo de nuevo en alto y gritando: "Puta, puta, puta.
Con lo que yo te he querido". Ahí vi el hachuelo rozándome la oreja y dirigiéndose hacía alguien
que había tras de mí. De lo que pasó tras de mí el minuto siguiente, no me enteré de nada, salvo
de los gritos que me llegaban de todas partes. La gente, como era de esperar, corría de un lado a
otro. Algunas personas se ocultaban en portales cercanos y otras se subían encima de los co-
ches, el carnicero tenía pinta de toro, la verdad, pero no creo que el subirse a los coches los hu-
biese salvado. Cuando fui capaz de dejar de mirar la cabeza cortada que había en el asfalto y pude
moverme lo suficiente como para girarme y ver por encima de mi hombro lo que sucedía a mi es-
palda, al carnicero ya lo tenían contra el suelo unos tipos que, al parecer, lo habían inmovilizado y
trataban de quitarle el hachuelo. Tras de mí, otro hombre; sabia que era un hombre por su consti-
tución, y no por su cara, ya que ésta se la había dejado el carnicero irreconocible, solo se veía un
hueco lleno de sangre donde antes había ojos, nariz, boca...
La policía llegó y acordonó la zona para disgusto de algunos conductores que no sabían que ha-
bia ocurrido y tenían prisa por llegar a sus casas. Los cuerpos casi descuartizados fueron tapados
con sabanas para que la gente morbosa y masoca dejara de vomitar. A mí me dieron arcadas, pe-
ro de ver a la gente vomitar, no de la sangre que teñía media avenida; todo un logro, teniendo en
cuenta que yo me desmayo cuando me sacan una gota del dedo para comprobarme el azúcar en
el medico. No es lo mismo ver tu sangre que la de los demás. A la mujer que se había desmayado
se la llevaron en una ambulancia aun inconsciente. Cuando se despertase creería que lo habría
soñado todo, pero...
Al llegar a mi casa creí que no podría comer, pero comí mejor que nunca. Por la tarde me puse
ante el ordenador para narrar lo que había visto esa mañana. Ea, ¿qué queréis que os diga?, ese
hecho me inspiró sobremanera. No creo que sea el único que se sienta delante del televisor a la
hora de comer para ver las desgracias del mundo. Muchos dirán que les gusta ver las noticias, pe-
ro lo cierto es que lo que buscan es regocijarse en el dolor ajeno, y quien diga que no, es el mayor
hipócrita del mundo. No hay nada que consuele más a la gente que el mal de muchos. ¿Que clase
de salvoconducto puede tener un hombre ordinario para escapar de la mala hostia que le pone el
jefe, el dolor de muelas, la perdida de acciones, o que le están poniendo los cuernos, igual que al
loco carnicero? Podría elegir liarse a cuchilladas como el carnicero, pero, reconozcámoslo, eso no
es sano; entonces solo queda poner la televisión y ver un desfile tras otro de crímenes, violaciones,
huracanes, tiroteos, terremotos, en definitiva: muertes. Los más falsos dirán qué que pena, pobre-
cillos esos pobres cabrones. Pero en el interior de sus corazones, dirán: "Qué se jodan. Menos
mal que hay alguien al que le van peor las cosas que a mí". Porque así es el ser humano, y punto.
Al anochecer ya tenía escrita, corregida y cuadriculada mi historia. Diez paginas. No me limité
solo a exponer lo que vi como si escribiese un articulo para un periódico; soy un escritor, nos gus-
ta exagerar las cosas, combinar esto con aquello, inventar lo otro y añadir algo de nuestra propia
experiencia.
Esa misma noche lo mandé por mail a ocho editoriales, dos revistas y cinco concursos de relatos
en la red.
Del mismo modo creí que no dormiría bien y que necesitaría una dosis doble de anestésicos de la
conciencia, pero dormí a pierna suelta.
Una semana después, ni una sola contestación. "Aún es pronto", me dije para animarme. Y así
siguieron otros tantos días.
IV
De paseo otro día por la ciudad, pasó algo parecido a lo de hacia algunos días, parecido en lo de
que murió alguien, pero de modo distinto. Esa vez, un loco al volante atropelló a dos niños que
cruzaban por un paso de peatones. El loco del volante era un conocido delincuente juvenil que se
dedicaba a robar coches para desguazarlos y vender las piezas sustraídas una por una. Esa vez
el tiro le salió por la culata y la policía lo trincó, y de que modo. Según leí en el periódico local, la
policía lo persiguió por media ciudad antes de que el mismo se estampase contra unos contene-
dores de basura, después de atropellar a los niños. Un coche patrulla que iba tras ellos, al ver a
los niños volando, como si hubieran salido del cuento de Peter Pan, pisaron los frenos y no pu-
dieron evitar dar un volantazo que hizo volcar al coche y que éste diera tres vueltas de campana,o
más, antes de aplastar contra una pared a otras cuatro personas, entre las cuales estaban los pa-
dres de los dos niños. Otra era una estudiante universitaria y un hombre mayor. A los policías no
les pasó nada, salieron ilesos. Al delincuente juvenil unas cuantas magulladuras y poco más. To-
do eso ocurría a cien metros del anterior "accidente" del carnicero, bajando hacia la plaza de to-
ros de la ciudad, en un punto conocido por el nombre de "cuatro caminos". Yo estaba allí mismo
sentado en una plazoleta cercana esperando a un colega. Lo presencié todo en primera fila. Ver
el coche de la policía dar unas cuantas vueltas de campana y los niños girando en el aire como
molinos de viento para luego partirse el cuello al caer al suelo, eso sin tener en cuenta que ya es-
tarían reventados por dentro debido al impacto del coche, luego ver los sesos de la universitaria
estrujados y resbalando por la pared de la agencia de viajes que hace esquina, era algo que te ha-
cia dudar de si no estarías siendo testigo del rodaje de una película de acción. De nuevo las ambu-
lancias… y lo que suele pasar.
Y otra vez me puse a escribir al llegar a casa. Ya ni siquiera me molesté en mandar mi relato a
ninguna editorial o concurso.
Días más tarde, un incendio se declaró en otra céntrica calle de la ciudad y, que boda sin la tía
Juana, yo también pasaba por allí. De nuevo, la gente rodeando la zona como si aquello fuera un
circo, y no penséis que estaban allí para echar una mano, algunos incluso comían palomitas mien-
tras algunas personas envueltas en llamas saltaban por las ventanas para ir a reventarse veinte
metros más abajo. Parecían meteoritos caídos del espacio. Los bomberos pusieron colchones de
esos inflables para que la gente saltara sobre ellos, pero cuando se te esta quemando el culo, es
lógico no apuntar bien y salirse fuera del tiesto. A mi todo aquello, que ya era el pan de cada día,
no me impresionó más de lo que lo hizo el carnicero o los sesos de la universitaria que aún dan al-
go de color a la pared blanca donde se los estrujaron.
Y de nuevo, otra historia que contar.
Al final decidí crear un relato más extenso con esas historias y llegué a escribir cien páginas.
Luego un colega me comentó lo de hacerme un blog para colgar mis cosas. Al cabo de otro par
de días lo colgué ahí, no sin antes darle algo de publicidad en otras paginas Web. A la mañana si-
guiente de publicarlo tenía diez mil quinientas veintisiete visitas. Miré bien haber si es que me ha-
bia equivocado de blog o algo, pero no, era el mío: donde tú estas ahora mismo.
V
No hay mayor satisfacción, para alguien que lleva tanto tiempo esperando a que le publiquen algo
en alguna editorial, que el hecho de que esas mismas editoriales, que lo más probable es que ni si-
quiera se molestasen en hojear un poco por encima mis escritos, ahora me estén lamiendo las pe-
lotas para dejar que me publiquen alguna de mis novelas. Al cabo de pocos días, las diez mil visi-
tas se convirtieron en cien mil, y luego en medio millón. Entre todos esos seguidores habría, como
aves rapaces y crápulas que son, algún editor interesado en el oro que fabricaban mis dedos. A
punto estuve de caer en la tentación, pero viendo el cariz que estaban tomando las cosas, y a sabi-
endas de que autoeditándome era poco probable que perdiera mi dinero, el poco que había podido
ahorrar en trabajos de mierda, decidí hacerlo. Si, vale, yo mismo tuve que distribuir mis obras y lle-
varlas bajo el brazo a una imprenta, no sin antes pasar por el registro de autores.
La primera semana, mi relato extenso titulado "La furia de los condenados", vendió tres millones
de copias, solo en España. Todo un record, ni siquiera superado por “Los pilares de la tierra” de
Ken Follet.
Después de todo eso, pues ya sabéis: viajes de un lado para otro del mundo, firma de libros, pro-
ductoras interesadas en hacerse con los derechos para la película, comida con grandes celebrida-
des de la cultura popular; aquí tengo una foto con el gran Stephano King, le solté cuatro verdades
sobre sus historias, pero el tío se lo tomó con filosofía, un tío majo. Me harté a follar como un ca-
brón con mis fans femeninas, algunas de las cuales me pedían mientras lo hacíamos que recitara
alguna parte concreta de alguna de mis novelas, cosa a la que accedía si ellas me concedían
a mí la fantasía de no quitarse esas gafas de seudo inteligentes (montura de pasta con enormes y
grotescos cristales) que algunas llevaban, yo soy más friki que nadie.
Al año siguiente escribí otras dos novelas, esa vez si que tenía la inspiración suficiente para ello,
lo que equivalía a que un buen porcentaje de personas murieran irreversible e inevitablemente. En
el gimnasio al cual iba, a un tipo, que estaba haciendo pectorales, de repente y sin saber porque,
perdió las fuerzas repentinamente, los doscientos sesenta kilos que estaba levantando, le aplas-
taron la caja torácica, lo que convirtió su boca en una fuente que emanó sangre durante unos an-
gustiosos segundos, un Mr. Esteroides chulito menos en el mundo, de nada. Mi vecino se ahorcó
en el salón de su casa mientras cambiaba una bombilla, de esto si que no tengo constancia de
como ocurrió; podríamos aventurar y decir que a lo mejor, temeroso de recibir una descarga elec-
trica, desenrolló la bombilla con la corbata, se resbaló de la silla y la corbata quedó enganchada
en la lámpara y... No creáis que la cosa iba en plan Death Note, yo no elegía quien era el que te-
nía o debía morir, de haber sido así, me hubiese hartado a pajearme con el bolígrafo escribiendo
nombres y nombres de mal nacidos que guardo en mi lista negra, lo más probable es que hubiera
necesitado dos cuadernos de Sinigami, el mundo esta lleno de gente que no merece quitarnos el
aire que respiramos. Generalmente, no conocía ni de vista a la gente que moría, a veces había su-
erte y caía alguien que se lo merecía, pero otras tantas no; entre los que morían y no estaban
incluidos en las categorías de "Quienes se lo merecen" y los "Me dan lo mismo", estaba ese punto
intermedio de "Los conocía un poco", lo suficiente como para replantearme mi situación... ¿Y qué
situación era esa? Yo no mataba a nadie, la gente moría a mi alrededor: es ley de vida; unos mu-
eren para que otros podamos vivir, vivir y ser escritores de éxito, vale, pero no me sentía tan cul-
pable como para dejar de seguir escribiendo. Si algo he aprendido de la lectura de la biblia satani-
ca de Anton Szandor LaVey, es que cuando maldices a alguien no has de pensar en el posible y,
por otra parte, pequeño, mal que le haces a esa persona sino en el grandioso bien que harás a el
resto del mundo, que son muchos y aquí siempre gana la mayoría.
Pero no es tan fácil decirlo como hacerlo. Al final mi obsesión por escribir fue tal que tuvieron que
encerrarme en un hospital mental, es que manicomio me suena mal, más cuando estoy considera-
do como loco. No sé si sabéis como funciona el tema este de escribir; os diré que, cuando a un es-
critor se le ocurre una idea y le viene la inspiración, ha de escribirla aunque sea a las tres de la ma-
drugada (hablo por mi experiencia personal... y creo que por la de muchos otros) Cuando una idea
persiste ahí, hay que sacársela de encima como una espina clavada en el dedo con el cual escri-
bes. Por mi parte, también influye el hecho del miedo que tengo a que se me olviden las cosas, so-
bretodo cuando considero que son la hostia de buenas.
Así que me obsesioné, yo, que soy de carácter ya de por si obsesivo (cosa que hecha por tierra el
hecho de que el enterrador fuera el diablo... aunque sigo pensando que lo era), me obsesioné de
tal manera que durante una semana no pude dejar de escribir ni un segundo, ni dormir, ni co-
mer, ni de nada. En el hospital mental la psiquiatra que me atendió me dijo que intenté suicidar-
me tirándome por la ventana, no me acuerdo, la verdad. Mi familia me comentó que por suerte me
quedé enganchado en el tendedero de la vecina de abajo por un pie. Creo que todo encajaba, no
solo por el dolor en el pie y la marca de la cuerda, cuando estaba en el hospital mental, a veces
me miraba en algún espejo y no era capaz de reconocerme. Parecía una mezcla entre zombie y
yonki venido de otro planeta. Pero no hay ninguna crisis neurótica-obsesivo-esquizo-noica-depresi-
maniaca que no pueda curar la farmacología y un mes con una camisa de fuerza encerrado en una
sala acolchada y echando espuma. Durante mi delirio, dicen que decía, "No puedo más, no pue-
do más"; lógico, tenía los dedos tan agujeteados, doloridos y desgastados que no hubiera encon-
trado mis huellas dactilares ni Perry Mason. Ahora miró los teclados destrozados que tengo aquí
junto a mí y empiezo a recordar con más claridad. Escribí material para un libro de relatos escabro
sos en esa semana, aquí tengo los folios junto a mí, no estoy seguro de si los llegaré a publicar.
De hecho no sé si llegaré a publicar más nada. Creo que no es conveniente hacerlo, por lo menos
del modo en el que lo hacía. Me conformaré con escribir relatos como éste, algún guioncillo, tea-
tro, poesía, cómics y algo porno erótico, pero todo en plan normal, como lo solía hacer antes de ir
a la feria anual del trueque.
Otra cosa que me resulta curiosa, por no decir extraña, es el hecho de que no le dieran importan-
cia, durante mi instancia en el hospital mental, al hecho de que la gente muriese a mi alrededor. A
los muy mamones les importaba poco que viviese un demente mas o menos, ¿veis a lo que me re-
fiero cuando digo que el mundo es un lugar donde nadie se preocupa por nadie?
Lo cierto es que, endemoniado o no, caminaba con la muerte a mi lado. El mismo día que salí
del hospital mental yo solo, ningún amigo vino a visitarme durante mi reclusión ni se acercaron a la
puerta del hospital para esperarme, es lo que tiene pasar por un hospital mental, quedas estigmati-
zado y echado a un lado para casi todo el mundo, al final solo queda la familia, nos guste o no;
pues a un tío le dio por tirarse por una ventana desde el séptimo piso para ir a caer justo a un me-
tro frente a mí, tres pasos más y ahora estaría hecho papilla. Entonces se me ocurrió pensar en
que no solo llevaba la muerte haya por donde iba, sino que ésta me protegía, ¿que sentido tendría
sino el hecho de que el carnicero del hachuelo me pasará de largo rozándome la oreja, quedarme
enganchado en el tendedero de la vecina o que el que se lanzó sin paracaídas no me cayese enci-
ma? Casualidades, dirán los escépticos, aunque yo no lo creo. Seguramente acabe muriendo co-
mo todo el mundo, pero... me gustaría llevarme a más por delante, de buen rollito, eh, ya os he di-
cho que no voy a escribir más sobre muertes reales.
VI
Así que, aquí llevo encerrado en mi habitación medio año. No salgo ni para comer, cagar o mear.
He hecho una rendija bajo la puerta para que mi gente me pase la comida y el orinal. Algunos me
dicen que me eche una novia a ver si se me va la tontería, que todo esto es cosa de la edad (soy
un treintañero) Pero no penséis que hago este sacrificio por el resto del mundo, lo hago por mí,
por mi salud física y mental. Muchas noches sueño con el tipo que se lanzó desde el séptimo piso
del hospital y fue a caer frente a mí. En el sueño me salpica la sangre de su cabeza en el pantalón,
y no se me ocurre otra cosa en la que pensar que en como haré para limpiármela. No soy un in-
sensible por naturaleza, el mundo me ha hecho así. El tipo que yace en el suelo hecho una isla ro-
deada de sangre, me mira desde su cara destrozada y dice:
- Bueno, ¿qué?, me he tirado para que puedas tener la inspiración suficiente para poder escribir
otra de tus novelas macabras; no te olvides de, por lo menos, dedicármela.
Diréis que toda esta historia tiene su moraleja, y no os faltará razón, pero para mí no es la que es-
taís pensando, que hay que tener cuidado con lo que se desea, sino, no se os ocurra ir a cambiar
vuestros viejos libros a la feria anual del trueque y, sobretodo, no firméis un pacto dándole la mano
a alguien parecido al enterrador de la lucha libre de los noventa.
Para terminar, solo tengo una duda que nunca he podido averiguar, ¿la gente que lee lo que es-
cribo terminarán por ser una inspiración más para futuras historias de otros incautos como yo? En
cualquier caso, si habéis llegado hasta aquí, ya es tarde para vosotros.
Entre el 13 y el 16 de Diciembre del 2012